En el corazón de Iztapalapa, la creatividad nunca descansa. El taller de Roberto Carlos, un joven artesano de 19 años, mantiene viva una de las costumbres más queridas de México: la elaboración de piñatas. Su espacio está abierto los 365 días del año, lleno de papel de colores, engrudo y risas que acompañan una tradición con más de cuatro siglos de historia.

Las piñatas, hoy sinónimo de fiesta y alegría, llegaron a México gracias a los misioneros españoles, quienes las usaron como herramienta de evangelización. Aquellas primeras figuras, hechas de barro y decoradas con papel brillante, representaban la lucha del bien contra el mal. Romperlas con los ojos vendados simbolizaba la fe del creyente que vence la tentación, mientras que los dulces que caen representaban las recompensas del esfuerzo.

La estrella de siete picos sigue siendo la más emblemática. Cada punta simboliza un pecado capital, y los colores vivos, la tentación. El oropel y los adornos metálicos evocan los falsos brillos del mundo, pero también reflejan la alegría que rodea esta tradición. En cada golpe al ritmo de “¡dale, dale, dale!”, se conserva una historia de fe, unión familiar y celebración.

Roberto Carlos pertenece a la segunda generación de piñateros en su familia. Creció entre engrudo, cartón y papel china, y hoy decide apostar por diseños personalizados y piezas artesanales que reflejan su toque artístico. Su taller, ubicado cerca del mercado de Jamaica, surte a comerciantes locales y también a quienes buscan un detalle especial para sus fiestas.

Las piñatas mexicanas, reconocidas en todo el mundo por su colorido y simbolismo, son más que un adorno festivo: son una expresión de identidad y creatividad popular que se reinventa año con año sin perder su esencia. En cada una, hay algo más que dulces y frutas; hay historia, arte y la alegría de compartir.