Entre montañas y caminos que parecen no tener fin, Lorena Ramírez volvió a dejar su huella. La corredora rarámuri originaria de Guachochi, Chihuahua, completó los 100 kilómetros del Ultramaratón de Hong Kong, una de las competencias más exigentes del mundo, donde el clima extremo y el terreno agreste ponen a prueba incluso a los atletas más preparados.

A sus 30 años, Lorena conserva la misma fuerza y determinación con la que sorprendió al mundo en 2017, cuando ganó la carrera de ultrafondo Cerro Rojo, de 50 kilómetros, calzando sus inseparables huaraches. En esta ocasión, en tierras asiáticas, soportó el cansancio y las heridas provocadas por el roce del calzado y las calcetas, para cruzar la meta después de 26 horas, 2 minutos y 12 segundos, quedando en la posición 328 de la categoría femenil entre más de dos mil participantes.

Lorena corre como lo ha hecho toda su vida: sin cronómetro, sin entrenador y sin las rutinas que caracterizan a los deportistas profesionales. Su entrenamiento son los senderos de la Sierra Tarahumara, los cerros empinados, las caminatas diarias que conectan comunidades, los caminos donde sólo el viento y el silencio acompañan. Esa es la escuela natural de los rarámuris, un pueblo que ha hecho del correr una forma de vida.

En su entorno, la ven pasar con su falda amplia, su blusa colorida y los huaraches que ella misma fabrica. Pocas palabras bastan para describirla; casi siempre alguien traduce sus respuestas breves, dichas en su lengua. Pero cuando habla, lo hace con una certeza que inspira: “Mientras me dé el cuerpo, voy a seguir corriendo”.

Su historia fue retratada en el documental Lorena, la de pies ligeros, dirigido por Juan Carlos Rulfo, donde comparte pantalla con su hermano Mario, también corredor. En una escena memorable, él le pregunta cuántos kilómetros ha recorrido con esos huaraches. “Fácil unos 500”, contesta ella con naturalidad, como si hablara de una caminata corta.

Después de cruzar la meta en Hong Kong, Lorena tuvo que recibir atención médica. Las lesiones en sus pies, provocadas por la dureza del recorrido, la obligaron a detenerse unos minutos. No era la primera vez que enfrentaba ese dolor, pero tampoco la primera que lo vencía. En competencias como el Maratón de la Ciudad de México, a veces sustituye los huaraches por tenis, pero mantiene su atuendo tradicional como símbolo de identidad.

Para ella, correr no es sólo una competencia: es una manera de vivir. No tiene un empleo fijo ni busca marcas personales. Su dieta diaria es sencilla —frijoles, pinole, papas y tortillas de harina hechas al fuego—, pero suficiente para alimentar la fuerza que la impulsa a seguir. Cada carrera es una extensión de su vida en la sierra, donde cada paso es resistencia y cada montaña, una meta nueva.

Lorena Ramírez demuestra que la grandeza no siempre se mide en medallas ni en posiciones, sino en la voluntad de seguir adelante, aun cuando el cuerpo pide descanso. Con cada paso reafirma el espíritu rarámuri, ese que corre por necesidad, por tradición y por amor al movimiento. Su historia no sólo inspira, también recuerda que hay victorias que se alcanzan con el corazón descalzo.